Más de dos mil combatientes islámicos han muerto en Somalia desde el pasado domingo en la guerra que se libra en el país entre los fundamentalistas musulmanes y efectivos etíopes apoyados por las tropas del Gobierno de transición. La lucha entre ambas facciones ha convertido a la capital somalí, Mogadiscio, en una tierra sin ley, donde las matanzas y los saqueos son constantes y donde impera el caos más absoluto, a la espera de que un débil Ejecutivo apoyado por la ONU imponga el orden.

Este enfrentamiento, que tiene su base en delimitaciones de territorio, ha pasado casi desapercibido por la comunidad internacional. Podría decirse que la guerra en Somalia forma parte de ese conjunto de conflictos olvidados donde no existen apreciables intereses económicos y donde, hoy por hoy, priman los enfrentamientos religiosos sobre otros aspectos que pueden alentar una rápida intervención extranjera.

A pesar de ello, casi tres mil personas han fallecido en la última semana sin que el Consejo de Seguridad de la ONU haya firmado una declaración pronunciándose sobre la guerra abierta declarada por Etiopía contra las milicias de las cortes islamistas.

El conflicto, lejos de solucionarse, puede provocar una nueva matanza en el conflictivo Cuerno de Àfrica, como los cerca de 100.000 muertos contabilizados entre 1998 y 2000 en la guerra fronteriza mantenida entre Etiopía y Eritrea.

La comunidad internacional debería trabajar de forma efectiva para intentar incentivar el diálogo entre las partes enfrentadas o conseguir la paz en unos países de por sí con graves problemas de entendimiento entre su población civil.