La ONU ha publicado recientemente su anual «Informe de desarrollo humano», convertido realmente en una especie de tablero comparativo entre las condiciones que para la vida se dan en países ricos y pobres. Se trata de unos datos extraordinariamente elocuentes que invitan a la reflexión, y también a la crítica, al revelar lo muy distinta que puede ser la existencia humana en el mismo momento histórico en función de la latitud en que se haya nacido. Así, mientras la media mundial de la esperanza de vida se sitúa en los 67 años, en los países ricos ronda los 78, y en los más pobres apenas supera los 50. La desigual distribución de la riqueza, el vergonzante analfabetismo que todavía castiga muchas zonas del planeta, o la situación sanitaria, son, entre otros, aspectos igualmente desvelados en un informe que en esta ocasión hace especial hincapié en el problema del agua. La falta de este recurso natural y la mala gestión que del mismo se hace, determinan que por su propiedad estallen con una frecuencia cada vez mayor una serie de conflictos que raramente ocupan los titulares de los medios informativos. No obstante se trata de una cuestión singularmente preocupante, sobre todo si tenemos en cuenta los efectos que a un plazo no muy largo puede causar el anunciado cambio climático. Pero no hay necesidad de recurrir al futuro para aquilatar la dimensión del problema, ya que actualmente más de mil millones de seres humanos no tienen acceso regular al agua potable. A lo largo de los últimos cien años, el consumo de agua ha crecido el doble que la población mundial. No es preciso aclarar en donde se dan las carencias y en donde el despilfarro. Se hace por tanto necesaria una política global de gestión, explotación y distribución del agua que haga posible garantizar el suministro de la misma a esa inmensa minoría que en pleno siglo XXI aspira a algo tan elemental como disponer de agua para atender a sus necesidades básicas.