Israel tuvo que replantearse el bombardeo sobre la residencia de un líder de Hamás en la franja de Gaza después de que cientos de personas se instalaran en la terraza y actuaran como escudos humanos en el edificio. Esto después de que la comunidad internacional manifestara sus protestas por el último ataque ordenado por Tel Aviv en el que se produjo la muerte de 19 civiles, la mayor parte mujeres y niños.
Estamos pues en una nueva tesitura dentro del eterno conflicto palestino-israelí, puesto que un ataque en estas condiciones carece de cualquier justificación posible, sería una masacre, una matanza que sólo contribuiría a exacerbar los ánimos y a relanzar la violencia de uno y otro lado.
La iniciativa propuesta tras la cumbre hispano-francesa para poner en marcha un plan de paz para la zona, con ser plausible, obviaba que, dadas las circunstancias, un actor imprescindible para que Israel asuma como válida cualquier protesta son los Estados Unidos, como sucediera en las negociaciones previas a la propuesta de Madrid, en tiempos de la presidencia de Bill Clinton.
Ni Francia ni España son considerados en estos momentos países lo suficientemente amigos por parte del Gobierno de Ehud Olmert como para aceptar siquiera su mediación. Incluso se apuesta por un plan propio, que naturalmente chocaría con los intereses de los palestinos.
Es evidente que la Unión Europea como tal puede ser un elemento importante en la resolución del conflicto, pero para ello no se puede prescindir, en ningún caso, ni de Israel ni de Washington. Sólo con la implicación de todos ellos sería posible retomar un camino truncado hace años cuando se inició la segunda Intifada.
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