El Consejo de Seguridad de la ONU aprobó días atrás una resolución por la que condena la prueba atómica llevada a cabo por Corea del Norte y decretó unas sanciones que a juzgar por su escasa entidad y concreción no parece que vayan a desanimar excesivamente al régimen de Pyongyang en su propósito de continuar su carrera nuclear. Si a ello le añadimos la escasa disposición de algunos países a interrumpir sus relaciones comerciales con la «castigada» Corea, no resulta difícil dudar de la eficacia de las sanciones adoptadas. En principio, China y Corea del Sur, que en conjunto suministran el 80% de los bienes que importa Corea del Norte, han anunciado ya que que las relaciones comerciales no se verán muy afectadas por unas medidas que, curiosamente, ellas mismas han votado en la reunión de la ONU. Por otra parte, no parece serio que el mayor esfuerzo diplomático de una potencia como China se haya centrado en mantener la prohibición de que Pyongyang comercie con armas no convencionales y reciba bienes de lujo, ya que en el primer caso las posibilidades del régimen norcoreano son mínimas, y en cuanto al segundo es evidente que el pueblo norcoreano no está para lujos. En tales circunstancias cabe preguntarse para qué habrá servido la imposición de sanciones, más allá de la floritura diplomática, o de la demostración convencional de una fuerza que no es tal. En este asunto queda claro que las grandes potencias no están de momento por la labor de tomar grandes decisiones, y lo malo de la cuestión es que el caso las requiere. Así, las grandes potencias podrían por ejemplo brindarse a renunciar a la renovación de su actual arsenal nuclear, predicando con el ejemplo a unas autoridades norcoreanas progresivamente envalentonadas y cuya actitud es susceptible de extenderse a otros regímenes levantiscos. Pero esa renuncia, como todas, supone un sacrificio que los más poderosos no parecen dispuestos a hacer.