Es un hecho de todos conocido que desde principios de la década de los 90 se está produciendo una progresiva migración de personas que parten del continente africano hacia Europa en busca de una vida mejor. La pobreza, los conflictos armados y la carencia de servicios sociales básicos son otros tantos factores que llevan a esos inmigrantes a partir de sus países de origen iniciando una aventura, muchas veces en condiciones inhumanas, que no siempre acaba bien. Por su parte, una Europa necesitada de inmigración, tanto para sustituir a una población envejecida como para atender la falta de recursos humanos que se da en ciertos sectores laborales, ha venido recibiendo hasta ahora relativamente de buen grado esa inmigración. Pero en opinión de los expertos se está dando últimamente otro tipo de inmigración, más selectiva y que podríamos denominar de reclamo. En la actualidad, Europa precisa de gran cantidad de técnicos y especialistas, de mano de obra cualificada que contribuya a subvenir las necesidades de una economía en alza. Así, los países industrializados han iniciado una política de contratación, especialmente en el Àfrica subsahariana, que es exactamente donde la pérdida de trabajadores cualificados perjudica más seriamente a las economías de países de por sí deprimidos. A nadie se le oculta que esta fuga de técnicos y profesionales desde Àfrica hacia Europa creará a la larga una mayor dependencia de las economías africanas respecto de las occidentales, lesionándolas aún más severamente de lo que ya lo están. No sería ése el camino. Fomentar la inmigración -en este caso selectiva- a costa de frenar el desarrollo de un Tercer Mundo siempre necesitado no parece una estrategia sensata ni, por descontado, humanitaria. Por el contrario, lo lógico y solidario sería fomentar la cooperación internacional en materia de ayudas e inversión, de forma que se incite a los posibles inmigrantes a permanecer en sus países de origen. En manos del mundo occidental está que ello sea hoy posible.