Cuando entramos en una semana crucial en la que todo apunta a que el presidente del Gobierno, José Luis Rodríguez Zapatero, comparecerá en el Congreso de los Diputados para anunciar el inicio del diálogo con ETA, el juez de la Audiencia Nacional Fernando Grande-Marlaska sigue generando controversia con la instrucción del proceso contra la presunta red de extorsión de la banda armada. Hoy debían comparecer ante el magistrado dos relevantes miembros del Partido Nacionalista Vasco, Gorka Aguirre en calidad de imputado y el ex presidente Xabier Arzalluz en calidad de testigo. Mientras que ayer dejaba en libertad a los dos empresarios navarros, pero mantenía la imputación de colaboración con banda armada por haber abonado de forma voluntaria el llamado impuesto revolucionario.

Es evidente que, en un Estado de derecho, es obligación de todos y cada uno de los ciudadanos la observancia y el cumplimiento de la ley y nadie puede sustraerse a las responsabilidades civiles o penales que se derivan de su incumplimiento.

Lógico es, por tanto, que individuos que tienen a sus espaldas la comisión de crímenes atroces deban responder ante la Justicia y cumplir las penas establecidas por el ordenamiento jurídico. La sociedad no entendería la más mínima benevolencia con individuos como 'Txapote' o 'Amaia', responsables del asesinato de Miguel Àngel Blanco, que en ningún momento han dado muestras de arrepentimiento y que, además, se han burlado del dolor de las víctimas.

Pero otra cosa es que, dadas las especiales circunstancias en las que nos hallamos, los jueces deban interpretar la ley con una cierta flexibilidad en determinados asuntos. No se trata en absoluto de condicionar el ejercicio del poder judicial, que debe ser independiente y no estar sometido a ningún tipo de presión política, sino de evitar que se pongan palos innecesarios en las ruedas del incipiente proceso de paz.