La noticia de la muerte del líder de Al Qaeda en Irak, el jordano Al Zarqaui, y la espectacular resonancia que los medios informativos norteamericanos le han prestado, ha restado tal vez atención a los sucesos registrados en otro frente en el que de forma más solapada también combaten los Estados Unidos. Mogadiscio, la capital de Somalia, ha caído y está ya en poder de las milicias islamistas, lo que puede impulsar un giro hoy por hoy aún impredecible a la lucha que vienen manteniendo las fuerzas de la Unión de Tribunales Islámicos (UTI) con las de la Alianza para la Restauración de la Paz y contra el Terrorismo (ARPCT), apoyadas económicamente por Washington.

La ARPCT es una coalición de señores de la guerra por la que tomaron partido los norteamericanos en la esperanza de que pudieran expulsar del país a los combatientes islámicos de la UTI. Su parcial fracaso y el hecho de que sus principales miembros se hayan dado a la fuga, hallándose en desbandada, deja a la capital somalí sumida en un estado de caos que independientemente de otras cuestiones podría convertirse en nuevo caldo de cultivo de un terrorismo internacional que se fortalecería y operaría desde la región. El peligro de que Somalia sea un feudo del terrorismo es evidente, como ya habían advertido quienes desde la sensatez daban como previsible la derrota de la alianza apadrinada por los Estados Unidos. Y es que en este caso, como en tantos otros, la política exterior norteamericana parece más empeñada en apostar por la victoria que por la paz, pese a los pésimos resultados -téngase en cuenta, por ejemplo, la situación de Irak, o la de Afganistán- que acostumbra a dar. Un contumaz error del que la Administración Bush no parece dispuesta a extraer las oportunas conclusiones.