A nadie se le oculta que los actuales movimientos migratorios de población constituyen el fenómeno social más importante de este tiempo. Habría que retroceder hasta finales del siglo XIX para encontrar una emigración-inmigración similar a la registrada durante la última década del siglo XX y los principios del XXI. Algo que como es lógico se está convirtiendo en materia de estudio y debate en los principales foros internacionales. Según el más reciente informe de la ONU al respecto, hoy más de 190 millones de habitantes viven en un país que no es el de su nacimiento. Obviamente, son las naciones más industrializadas las que atraen el mayor flujo de inmigrantes procedente de zonas deprimidas, hasta el punto de que en ellas viven actualmente el 60% de las personas que salieron de su país de origen en busca de un futuro mejor. El aludido informe sobre migraciones internacionales cita a España como el país que, junto a Estados Unidos y Alemania, ha registrado el mayor incremento de inmigrantes a lo largo de los últimos 15 años, nada menos que cuatro millones. Afortunadamente, España forma parte de ese 80% de países de acogida que están adoptando medidas con vistas a integrar ese aluvión poblacional que les llega desde distintas partes del mundo. A diferencia de las decisiones tomadas por los gobernantes de Estados Unidos, Holanda, Francia, Italia o Dinamarca, que quieren ver reducido, sin más, el número de inmigrantes, aquí hemos comprendido que necesitamos a los inmigrantes. Y no sólo eso, sino que por añadidura su contribución resulta positiva, tanto desde una perspectiva demográfica, puesto que compensan las bajas tasas de natalidad, como vistas las cosas desde un prisma económico, ya que la inmigración genera empleo y a la larga produce beneficios fiscales. Es por ello que reviste una enorme importancia que las políticas a adoptar en materia de inmigración estén inspiradas en criterios modernos y amplios, alejados de concepciones extremistas y vulgares prejuicios.