Desgraciadamente, la historia ha demostrado que una dictadura sirve para atenazar a la población de un país y, de paso, eliminar de raíz cualquier atisbo de separatismo, de luchas intestinas y, a la postre, de luchas de cualquier clase. La idea quedó corroborada en la antigua Yugoslavia, donde una vez desaparecido el dictador Tito, el país quedó desgarrado por los enfrentamientos internos entre etnias y confesiones que se odiaban de forma secular. Lo hemos visto nuevamente en Irak, donde la férrea bota de Sadam Husein mantenía bajo control el odio religioso de las distintas facciones musulmanas que conviven en el país. Derrocado el dictador y arrojada la minoría suní del poder, la guerra civil está a punto de hacerse oficial en una zona que, tres años después de la invasión norteamericana, sigue pareciéndose demasiado a un polvorín.
Editorial
Tres años de penurias para los iraquíes
22/03/06 0:00
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