No es que el tema de las carreteras no se haya conducido bien, es que está siendo una carrera de despropósitos, como demuestra la enorme fractura social en torno a una mejora que nadie hubiera tenido nunca que cuestionar, porque no siempre un lugar tiene la oportunidad de disfrutar de una actualización estructural del calibre de la que está en marcha y dejar atrás un sistema viario completa e indiscutiblemente superado por la historia y las circunstancias. El cúmulo de intereses por parte de la oposición al proyecto, sea por las expropiaciones, sea por una utilización política encubierta, sea por una honesta preocupación por la conservación medioambiental de la isla, no ha permitido que el Consell, figura responsable del desarrollo infraestructural a ojos de la ciudadanía, haya sabido cómo afrontar la situación, cómo discutir las alternativas ni cómo justificar la envergadura de las obras. Además, ha cambiado de una pasividad inicial destinada a que fuera la terminación de los proyectos la que los justificase a echarse encima a nuevos colectivos, la comunidad docente y padres de alumnos, por, de pronto, concentrar toda su atención en una anecdótica concentración de estudiantes de secundaria y por no dar una respuesta inmediata a la legítima reclamación de alejamiento de una planta asfáltica del núcleo urbano de Sant Jordi. Y ahora, ¿es posible recuperar una cierta paz social? Es difícil, pero no puede ser imposible. No es agradable vivir en una sociedad con constantes refriegas, donde la sospecha se ha instalado en cada una de las partes, donde se presupone lo peor del contrario. Es necesario un replanteamiento general de la convivencia, y este nace tanto del que podamos hacer de cada uno de nosotros como del comunitario. La crispación conduce al dislate, a mezclar las cosas, a convertir la rabia en razón. Nada más lejos del ideal de convivencia que debería regir en el siglo XXI.