El problema del agua es tradicionalmente relegado de los titulares de los medios informativos durante los meses invernales. El mayor régimen de lluvias de las estaciones frías lleva a muchos a pensar que, bueno, la cuestión está de momento resuelta y hay que confiar en la acción regeneradora de la Naturaleza. Pero la carencia de agua no es hoy una cuestión de verano. Con independencia de un cambio climático sobre el que los expertos no se acaban de poner de acuerdo, hay que tener presente que las sequías son habituales en los climas mediterráneos como el nuestro. Y que esos mismos expertos ocasionalmente en desacuerdo en algunos aspectos coinciden no obstante en afirmar que la solución al problema sólo queda en nuestros días garantizada atendiendo al buen estado de los acuíferos. Ello supone, en primer lugar, mantener su calidad desde una perspectiva ecológica, y también imbuir en la mente del ciudadano las directrices de lo que se ha dado en llamar nueva cultura del agua, que pasa inicialmente por un necesario control de la demanda de un bien tan preciado.

Aun así no sería suficiente para hacer frente a un problema que se ha presentado con anterioridad y que, a no dudar, se volverá a presentar en el futuro. Falta, en este sentido, que las administraciones tomen conciencia de lo importante que resulta frenar el crecimiento urbanístico, o cuando menos regularlo mediante una rigurosa política de ordenación del territorio. Es evidente que de seguir como hasta ahora una pauta de crecimiento desaforado, no es posible llevar a cabo una gestión racional del agua. Por mucho que se incrementen los recursos, si se continúa propiciando el desarrollo de urbanizaciones, enormes campos de golf y absurdas zonas ajardinadas en zonas en las que las reservas escasean, estaremos siempre en las mismas.