El caso de Terri Schiavo, la mujer norteamericana que llevaba
quince años en estado vegetativo y que ayer fallecía por inanición,
14 días después de que le fuera retirada la sonda que la
alimentaba, ha vuelto a poner sobre la mesa el debate sobre la
eutanasia. El 'caso Schiavo' movilizó al mismísimo presidente de
los Estados Unidos, George Bush, pero la compleja maquinaria
judicial norteamericana funcionó según lo establecido y no permitió
un cambio legislativo 'ad hoc'. Las discrepancias entre unos padres
que querían que siguiera con vida y un marido que aseguraba que la
voluntad de la enferma era justo lo contrario provocaron un proceso
judicial que cerraba en la tarde del miércoles un tribunal federal
de apelaciones.
En este complejo asunto no existe unanimidad, ni siquiera una
mayoría social clara que se incline por una u otra opción. La
división es más que evidente. Los defensores de lo que
eufemísticamente se llama 'una muerte digna' en EEUU han entrado en
una auténtica fiebre por los testamentos vitales que recogen su
voluntad con respecto a este asunto. Desde la Iglesia católica
siempre se ha rechazado la opción de la eutanasia, por considerar
que la vida no es un bien que pertenezca al ser humano, sino que es
un don divino del que gozamos de prestado.
Sin embargo, habría que converger en un punto concreto que es
que la vida no se debe prolongar más allá de los límites necesarios
y razonables. Pero también debería quedar claro que es lo que
realmente se considera necesario y razonable. No es lógico que se
prolongue el dolor y el sufrimiento cuando no hay salida, pero
tampoco sería bueno que ante cualquier limitación o discapacidad se
amparara una suerte de suicidio.
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