El discurso pronunciado por el papa Juan Pablo II en el que denunciaba el laicismo hacia el que caminaba la sociedad española y lanzaba alusiones muy diversas, en las que podía apreciarse la crítica a la línea del Ejecutivo de José Luis Rodríguez Zapatero, ha suscitado diferentes reacciones y el Gobierno llamó al nuncio del Vaticano en España (el equivalente al embajador de la Santa Sede) para mostrar su extrañeza.

En este punto convendría recordar que el Papa se ha pronunciado sobre las cuestiones más diversas, entre ellas manifestó una contundente oposición a la guerra de Irak, por poner un ejemplo reciente de opinión sobre cuestiones políticas. Y es que la Iglesia, como tal, no sólo tiene el derecho, sino el deber de manifestar sus opiniones sobre aquellas cuestiones que afectan a la sociedad y, especialmente, de manifestarse en defensa de los más débiles.

Ahora bien, ¿era preciso aludir al problema del agua en España? Es cierto que el argumento vaticano era impecable desde el punto de vista cristiano: el que tiene debe compartir con el que sufre carencias. Pero en el fondo de las palabras del Santo Padre se aprecia la mano de la Conferencia Episcopal y su peculiar visión de la política del Gobierno y de la evolución de la sociedad en los últimos meses.

Tal vez sería bueno que la Iglesia católica aceptara y comprendiera que el Estado español es aconfesional y que, al mismo tiempo, evolucionara en algunos aspectos esenciales, como el uso de los preservativos. Pero el Gobierno debe evitar también posiciones de confrontación, ya que la mayoría de la población del país, pese a que afirma no ser practicante, se declara católica. Esta constatable realidad debe ser suficiente para intentar sortear diferencias y alcanzar puntos de encuentro.