Nadie esperaba que el primer documento del Plan General de Ordenación Urbana (PGOU) estuviera impecable, pero un examen no necesariamente en profundidad revela fallos y desajustes en muchos casos injustificados, que evidencian que, a pesar de su trascendencia, el documento enviado por el equipo de redacción no tuvo un último examen que evitara a los que lo encargaron el bochorno que están teniendo que pasar. Vaya por delante, de todas formas, que en un gesto que les honra no están tratando de ocultar ni disimular las muchas evidencias de que esto es así; por el contrario, por lo menos en lo que se refiere al talante, parecen dispuestos a entonar emea culpa y actuar en consecuencia, al menos en estos casos. Y decimos en estos casos porque no parece fácil que haya grandes giros en el planteamiento del PGOU tras el periodo de exposición pública en el que se encuentra ni que la oposición consiga introducir más que pequeñas sugerencias en la norma. Y ahí puede estar el problema si en tres años se produce un cambio de signo en el Ayuntamiento y el PP recupera la alcaldía, porque, entonces, sin lugar a dudas, habrá modificaciones y alteraciones que luego pueden ser anuladas si la izquierda vuelve a ganar en las urnas. Y así será para siempre si no hay un pacto previo, desgraciadamente inédito, que establezca un marco mínimo de posibilidades de variación y, a la vez, un núcleo de acuerdo que dé a los ciudadanos una garantía de estabilidad en lo que se ha convertido ya en el área de gestión más importante que tiene una institución local, al menos en lo que a la economía se refiere. No es un caso aislado: con el PTI, el patrimonio o los espacios naturales puede pasar y pasa lo mismo. Por eso no debe ser una cuestión de opiniones, sino de sentido común y, si acaso, de rentabilidad. Echar trabajo al fuego es obligar a todos a un nuevo esfuerzo y eso es siempre demasiado pedir.