Como suele suceder, conmemoramos el Día Internacional de la Violencia de Género sin soluciones a la vista y con una retahíla de cifras escalofriantes. ¿Qué puede haber servido de detonante para esta explosión indigna que solamente en lo que llevamos de año lleva ya sesenta víctimas mortales? Está claro que el grado de civilización de una sociedad poco tiene que ver con este asunto, pues los países punteros en derechos sociales -Suecia, por ejemplo-, son también punteros en esta lacra. Así que las razones están en los individuos y en su incomprensible reacción ante una realidad contundente: la mujer ha dejado -o lo intenta- de ser ese trapo sumiso y sometido que era hasta ahora. Y de ahí el problema. Porque un proceso como éste, de emancipación, de revolución casi, ha ocurrido en un lapso de tiempo muy breve y hay quien no consigue asumirlo. La respuesta que proponen las instituciones es crear clamor social ante esta situación porque en demasiadas ocasiones un problema de este cariz sigue considerándose como algo doméstico, familiar, donde el resto de la sociedad no debe entrometerse. No está mal la propuesta, aunque nadie tiene la receta contra esto. Tal vez sólo consiga combatirse a base de años y años de concienciación, desde la infancia, en un empeño por ofrecer a nuestros hijos una educación y unos valores basados exclusiva y escrupulosamente en la igualdad, algo que está hoy muy lejos de suceder.

Mientras perpetuemos los modelos habituales de comportamiento, con detalles machistas a diario y en todos los ámbitos de la vida, no lograremos atajar este problema.

Claro que, de entrada, urge poner remedios inmediatos, dotando de suficiente presupuesto a cualquier iniciativa tendente a proteger a las víctimas.