El extraordinario crecimiento registrado por la economía china -una media del 9,7% anual durante los últimos 13 años- viene siendo motivo de constante preocupación en Occidente, si bien desde distintos puntos de vista. Desde una perspectiva simplista, y hoy casi absurda, temen algunos la competencia del gran país, olvidando que durante 18 de los últimos 20 siglos China siempre tuvo peso en el comercio mundial. Más sensata parece la preocupación de quienes son conscientes de que el exagerado, y no siempre bien conducido, desarrollo habido en China a lo largo de las últimas décadas es susceptible de conducir a una gigantesca quiebra que no sólo resultaría perjudicial para la población del país, sino también para las grandes economías mundiales. Ése es el auténtico problema. En determinados sectores, la economía china está hoy al rojo vivo, o por emplear las palabras de un experto, se halla en una situación tan delicada que echar leña al fuego puede resultar tan peligroso como apagarlo. Y se ha llegado a semejante situación por crecer a lo loco, sin tino ninguno. Torrentes de créditos baratos cuyo impago ha convertido a la banca en el punto débil del sistema, cuando debiera ser todo lo contrario en el marco de una economía pujante; ineficaz funcionamiento de las empresas estatales; una inversión puramente especulativa en ciertos campos que no respondía en absoluto a las necesidades de mercado... En China se encuentran arrinconados a la espera de comprador millones de productos, generalmente de baja calidad. En suma, se está pagando el precio de un crecimiento alocado. Si China aspira a ocupar el lugar que le corresponde en el concierto económico mundial, debería moderarse, racionalizar la inversión, y, por descontado, sanear la banca. De lo contrario, tarde o temprano puede llegar al caos. Y ésa no es una cuestión que afecte únicamente a los chinos, sino a todos nosotros.