El Gobierno ha hecho público su Plan Nacional de Asignación de
Emisiones de CO, que, dicho así, suena más bien complicado. Pero es
sencillo. Se trata de poner freno al descontrolado nivel de
contaminación que generan las empresas españolas. Todos somos
conscientes de que los asuntos de la ecología se van teniendo
tímidamente cada vez más en cuenta, pero también lo somos de que
prácticamente nadie se toma demasiado en serio las terribles
consecuencias que las emisiones tóxicas pueden tener en un futuro a
corto plazo.
La idea es forzar un cambio de tendencia, de forma que la
creciente emisión de gases tóxicos dé un giro y empiece a menguar
paulatinamente hasta alcanzar los objetivos marcados por el
Protocolo de Kioto, utópico hoy por hoy. Pero la ministra Cristina
Narbona y su equipo se lo han planteado y han diseñado un plan
considerado «realista y moderado» por Greenpeace e «insuficiente»
por los Verdes.
Los objetivos del plan son loables y cualquier intento serio por
poner coto al desorbitado nivel de contaminación que soportamos es
digno de aplausos, pero lo cierto es que no podemos imponer
limitaciones sin proponer, a la vez, alternativas viables.
A nadie se le escapa que nuestro modo de vida depende casi en
exclusiva de un consumo desaforado de energía y de todo tipo de
bienes, con todo lo que ello conlleva. Promover las energías
limpias e incidir en la necesidad de reconducir nuestra sociedad
hacia modelos de vida más respetuosos con el medio ambiente son
metas obligadas.
Claro que, en contrapartida, ya anuncian las grandes empresas
que los recibos de electricidad subirán si se les exige esfuerzos
para lograr que el aire que respiramos sea un poco más
saludable.
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