Hay preocupación por la economía balear. Hasta las autoridades lo han reconocido, aunque también confirman que esperan que este año se cierre con un ligero crecimiento que venga a poner fin a la recesión vivida últimamente. Pese a esta tímida esperanza, lo cierto es que la mayoría opina que el modelo turístico balear tiene déficits y hay incluso quien teme que esté ya agotado. ¿Sus problemas? Una fuerte competencia por parte de destinos emergentes, poca competitividad en cuestión de precios, un sobreabuso edificatorio que ha destrozado muchas de las zonas vírgenes que sobrevivían hace pocos años, una imagen demasiado comercial y, a veces, un trato poco afable.

Las soluciones no están tan claras. Está claro que recuperar la imagen perdida no es fácil, pues se trata de un equilibrio delicado y también está claro que el mundo entero está lleno de lugares hermosísimos y hospitalarios a donde uno puede viajar para pasar unas vacaciones de ensueño. ¿Qué ofrecen esos lugares para que nos pasen por delante?

En muchas ocasiones un exotismo del que aquí ya carecemos -aunque sí teníamos-, unos precios tercermundistas y la posibilidad de vivir por unos días en un supuesto paraíso. Eso es lo que hemos perdido. Hoy Balears es un destino masificado, con zonas destrozadas por el cemento, con una densidad de bares, restaurantes, chiringuitos y souvenirs exagerada que afean las zonas turísticas con letreros y productos de mal gusto.

Hemos perdido parte de nuestra autenticidad, la tranquilidad, el estilo propio, la mediterraneidad, la sensación de estar en un lugar diferente y alejado de todo. Pero no está todo perdido. Junto a esas zonas sobresaturadas existen otras de las que todavía nos podemos enorgullecer y debemos salvar. Es el momento de parar y reflexionar sobre nuestro futuro. Administraciones públicas, empresarios y toda la sociedad balear deben analizar la situación y proponer las reformas necesarias para mantener una industria imprescindible para la economía de las Islas.