El mundo asiste atónito a los últimos acontecimientos registrados en el polvorín de Oriente Medio. O al menos la gente de buena fe que se sienta cada día ante el televisor o ante las páginas de un diario para informarse de lo que ocurre en el planeta y encuentra reflejado allí, ante sus ojos, todo el horror de la muerte de inocentes. Pues lo que ocurre es, sencillamente, el infierno. Si creíamos que las imágenes de la guerra de Irak, hace un año, cuando veíamos a aquellos padres, ensangrentados, trasladando a sus hijos destrozados por las bombas al hospital, eran el límite de crueldad que podíamos soportar, todavía nos quedaba ver morir en directo a jóvenes y niños que cometían el terrible delito de manifestarse pacíficamente por las calles de su ciudad en protesta por uno de tantos abusos del Gobierno de Israel. Un misil lanzado desde un helicóptero del Ejército judío provocaba una masacre ante las cámaras de televisión.

Mas no era el único desastre que tuvimos que ver esta semana. Bombardear una boda en la que el único pecado era la alegría de hombres, mujeres y niños por la celebración familiar en una remota aldea iraquí fue la injustificable reacción del Ejército de ocupación norteamericano.

Con este tipo de medidas por parte de los poderosos, de quienes se supone que deben «exportar» democracia y respeto a los derechos humanos, lo único que se consigue es el efecto contrario, es decir, fomentar el terrorismo y el odio latente en esas deprimidas zonas. Quizá es el momento de que Europa tome las riendas de la iniciativa pacificadora en la zona, en vista del escaso interés de Washington por cambiar las cosas. Y España, por sus lazos históricos con el mundo árabe, debería estar en primera línea.