La ambiciosa remodelación proyectada por Pere Palau al amparo de la antes polémica Ley de Consells tiene para el presidente mucho sentido, pero ha dejado un tanto perplejos a los ciudadanos. Significa que trata de dar un impulso cualitativo y cuantitativo a la institución, que afronta en los próximos años grandes retos estructurales con los que se debe definir el futuro de las Islas y de la manera en que sus habitantes viven en ellas, y dejar atrás lo que el PP vino denunciando a lo largo de la anterior legislatura: que el Consell se había sumido en una especie de indolencia por falta de determinación política y había postergado la resolución de los problemas endémicos de las Pitiüses. Acostumbrado como está a reivindicar la austeridad en lo público, un derroche de cargos como el que acabamos de presenciar tiene que significar un compromiso serio de trabajo; no en vano estamos en un momento en el que se han de determinar, entre otras muchas cosas, las estructuras viarias, el sistema de suministro energético o el desarrollo urbanístico. De ahí que implícitamente pida un voto de confianza que los nuevos consellers han de demostrar merecer de manera inmediata. No es el momento de poner pegas, sino de pensar mucho, debatir con profundidad y trabajar con determinación.

El Consell acaba de tomar una forma que jamás tuvo y su equipo de gobierno se ha reforzado de una manera ostensible, lo que se traduce, a ojos del ciudadano-contribuyente, en un sobrecoste del que hay que pedir resultados positivos. Dentro de tres años, los que ahora han decidido reforzar con personal nuevo el gobierno insular habrán de dejar muy claras las cuentas y los resultados; de ahí que ahora tengan que comprender que no sólo la oposición estará atenta a lo que se vaya haciendo, sino que toda la ciudadanía querrá saber si lo que está a punto de sufragar ha merecido la pena.