Jefes de Estado y de Gobierno de diversos países, representantes de varias casas reales, los diecisiete presidentes autonómicos, el Gobierno en funciones en pleno, el futuro presidente, y toda la Familia Real española, además de cardenales, obispos y arzobispos y delegaciones extranjeras se dieron cita ayer en la Catedral de la Almudena para celebrar el funeral por las víctimas del brutal ataque del once de marzo pasado en Madrid. Sin embargo no fueron ellos, a pesar de su importancia, los protagonistas. De nuevo el dolor, la impotencia y hasta la rabia de los supervivientes, de los familiares y de los amigos de las víctimas se impuso sobre todo lo demás.

Las palabras de consuelo del arzobispo de Madrid, Antonio María Rouco, apenas podían calar en los corazones de los asistentes, más de mil quinientas personas que no podían más que llorar, como les ocurrió a las autoridades. Los Reyes, sus hijos y sus yernos tampoco pudieron reprimir el llanto, a pesar de estar, como es natural, preparados desde niños para hacer frente a situaciones difíciles. Una vez más pudimos ver a una Familia Real cercana, amable, que sabe ponerse en el lugar de los ciudadanos de a pie, especialmente de los que viven momentos trágicos. Pero esta vez no había precedentes, nada tan terrible había acontecido antes. De ahí la impresionante concentración de personalidades de todo el mundo y la sobrecogedora muestra de tristeza. Con estos funerales de Estado se celebraba un acto institucional de apoyo a las víctimas y sus familiares, pero también suponía un respaldo de la comunidad internacional -incluso de los promotores de la guerra de Irak- al pueblo español y a sus autoridades, que recibieron el pésame de parte de todos los presentes.