La delicada cuestión de los idiomas ha hecho su aparición en esta larguísima campaña electoral. Es un asunto que preocupa a muchos y en el que casi nadie se pone de acuerdo porque toca la fibra de varios apartados sensibles: la educación, la familia, la cultura y hasta el nacionalismo. Todos temas para debatir largo y tendido, algo que en nuestro país parece llamado al fracaso. Aquí se lleva más lo de las proclamas, unos desde las tribunas institucionales y otros, detrás de una pancarta, sin que ni tirios ni troyanos consigan articular un discurso coherente, meditado y ajeno al sentimentalismo.

Mariano Rajoy se lanza ahora a la arena con un paquete de propuestas demasiado parecidas a las que Zapatero presentó en su día consiguiendo un buen montón de titulares. El inglés desde la más temprana infancia, más ordenadores por aula, más y mejores becas y la idea estrella: que todos los niños dominen la lengua castellana.

Algo tan de perogrullo que daría risa si no diera casi miedo. Los niños españoles conocen el castellano y lo manejan bien. Otra cosa es que lo dominen, que no lo dominan ni los adultos. Basta ver con qué frecuencia los mismísimos presentadores de telediarios golpean al diccionario con errores de párvulo.

Pero ése es otro asunto. Lo que aquí se está insinuando es que en las comunidades con dos lenguas oficiales se prima el aprendizaje de una en detrimento de la otra. Algo absurdo porque es tal la fuerza del castellano en todos los ámbitos, que las otras lenguas -catalán, euskera y gallego-, y pese a los esfuerzos que puedan hacerse en las escuelas, están a años luz. Otra cosa es que la calidad del aprendizaje sea la que debe. Porque los niños españoles, por desgracia, no dominan casi nada y menos lo harán si siguen menospreciando asignaturas como el arte o la música, esenciales para formar personas cultas, que prácticamente desaparecen.