Hace dos años que se supo en Estados Unidos que la compañía Enron, aparentemente una de las más respetables del país, estaba en el epicentro de un fraude de proporciones escandalosas. Desde entonces, la actuación de los fiscales encargados del caso parece responder a una nebulosa estrategia sin que en este momento se tengan garantías de que los principales ejecutivos de la empresa lleguen a ser procesados y, lo que es aún más relevante, lo sean por las razones que verdaderamente importan: fraudes contables, concesiones de opción de compra de acciones a altos ejecutivos de la empresa y, en definitiva, abuso empresarial. Esta especie de impunidad que rodea a los dirigentes de Enron conforma uno de los motivos que más frecuentemente suelen irritar a un ciudadano medio, que ve desesperado como existen diferentes raseros a la hora de exigir responsabilidades ante un asunto de estas características. Todo ello pone de relieve un mal funcionamiento del sistema que no sólo determina que se pierda fe en la acción de la Justicia, sino que también conlleva el que se sospeche de la dinámica de una estructura económica en la que los más poderosos raramente pagan por sus fechorías. En lo concerniente a Enron quedó claro que los directivos de la compañía estaban en situación de hacer lo que les viniera en gana, logrando por añadidura aquello que se proponían. Una suerte de vergonzoso pacto de silencio beneficia a los presuntos defraudadores, hasta el punto de que ni siquiera el Congreso USA ha sido capaz de exigir las responsabilidades que resultaría razonable demandar. Falta por ver si en el fragor de la campaña electoral que se avecina en este año de elecciones, la sociedad norteamericana podrá finalmente «ponerse al día» en lo concerniente a este escandaloso asunto.