Reza un anónimo que las bayonetas son buenas para todo menos para sentarse sobre ellas. Lo que nos podría indicar que la misma fuerza potencial que tienen los ejércitos determina que en un Estado de derecho estén verdaderamente permeabilizados por auténticos principios democráticos, ya que de lo contrario no dejan de suponer un peligro siempre latente. Tuvimos ocasión de comprobarlo en su momento en España, como la están teniendo estos días en Argentina, en donde los ciudadanos están descubriendo sobresaltados que años después del retorno del sistema democrático al país tras siete años de dictadura militar, en los cuarteles se adiestraba a los comandos en atroces prácticas de tortura. Primero bajo el mandato del presidente Raúl Alfonsín -en el que por cierto se vio obligado a enfrentarse a tres rebeliones castrenses- y después, entrados ya los 90, bajo el de Carlos Menem, los mandos militares argentinos entrenaban a futuros torturadores con una naturalidad que no puede dejar de causar espanto. Ello significa, entre otras varias cosas, que algunos militares, en este caso argentinos, son incapaces de comprender realmente cuál es su cometido en una sociedad democrática. Y esto es lo particularmente grave, lo más inquietante que se desprende de una circunstancia como la que comentamos. Asusta el pensar que oficiales de las Fuerzas Armadas argentinas aún hoy en activo participaron en esos cursos de «guerras no convencionales», como eufemísticamente se ha dado en llamar a estas repugnantes prácticas cuartelarias. Es probable, como ya se ha apuntado, que las pruebas de estas atrocidades hayan saltado ahora a la opinión pública procedentes del propio Ejército argentino, a fin de que el presidente Kirchner tome cartas en el asunto. Sin el menor género de duda debe hacerlo y no consentir que estos maestros torturadores sigan vistiendo un uniforme que deshonran.