Tres empresas extranjeras han anunciado que abandonan su producción en Catalunya para marcharse a países con costes de producción más bajos o con índices de productividad mayores, mientras una cuarta empresa ha decidido trasladar el trabajo a China cuando en principio pensaba hacerlo en Girona. La medida provocará el consiguiente aumento en las listas de parados de nuestro país, al tiempo que se conocen los datos sobre inmigración, un fenómeno que parece imparable. Un combinado de difícil digestión para el nuevo Govern de Maragall. De mantenerse la actual tendencia, dentro de seis años tendremos en España seis millones de extranjeros residentes, el 14 por ciento de la población. Una realidad que lleva a preguntarnos si nuestro país goza del suficiente nivel de bienestar como para asumir tan enorme número de nuevos ciudadanos. Se da la curiosa circunstancia de que la tasa de actividad de estos inmigrantes es mayor que la de los propios españoles, a los que les afecta más directamente el paro. Son argumentos que dan qué pensar. Quizá la explicación esté en que los extranjeros asumen trabajos que los españoles ya no queremos realizar. O tal vez que los empresarios prefieran al trabajador inmigrante porque le resulte más barato, o más dócil.

De cualquier forma, lo cierto es que España disfruta de cierto nivel de bienestar desde hace muy poco tiempo y esa bonanza económica que hoy vivimos podría ser frágil. ¿Qué haremos cuando lleguen las vacas flacas y la población se haya multiplicado sin freno? El ejemplo de lo que hoy ocurre en Catalunya puede ser un aviso. La productividad en España es bajísima, lo advierten los expertos desde hace tiempo, y los costes laborales son enormes. Puede comprenderse que países de Europa Oriental y de Asia ofrezcan mejores índices de productividad, dados sus salarios más bajos, pero cuando se comprueba que fábricas del Reino Unido superan los índices de eficiencia de fábricas españolas la situación obliga a una seria reflexión.