La habitual palabrería a incluir en el catálogo de buenas intenciones ha centrado como cada año la celebración del Día Mundial de la Lucha contra el Sida. En contrapartida, de forma más contundente y posiblemente más realista, el secretario general de la ONU, Kofi Annan, lo ha dicho con toda claridad: «El mundo está perdiendo la batalla contra el sida». Hoy son ya 40 millones de personas las infectadas por el virus, debiéndose destacar que tan sólo en el último año han fallecido a causa de la enfermedad más de tres millones y se han infectado más de cinco. Las previsiones establecen que para el fin de esta década, otros 45 millones de seres humanos contraerán el sida en 126 países de precaria economía. Varios son los factores que determinan este desolador panorama. En primer lugar, las restricciones aún existentes para la distribución de los fármacos adecuados. Una reciente denuncia de la ONG Médicos Sin Fronteras, señala que las trabas que pone la industria farmacéutica, especialmente la norteamericana, impiden que los medicamentos genéricos alcancen una razonable distribución en los países más necesitados. Por otra parte, el avance en la mejora de las condiciones de vida que dificultarían la expansión de la enfermedad tampoco es el esperado. Si a ello le añadimos que las donaciones de los países más poderosos para luchar contra el sida no son las que en principio se habían fijado, nos haremos una idea de por qué se está perdiendo la batalla. Es un hecho que, en los últimos años, ha cundido la idea de que el sida estaba algo «controlado», lo que ha llevado tanto a bajar la guardia como a no acelerar suficientemente la investigación en lo tocante al logro de una vacuna eficaz. Lo preocupante es que, perdida esta batalla, el futuro de esta guerra es incierto.