A estas alturas, ni siquiera desde posiciones abiertamente
pronorteamericanas es fácil encontrar a quienes puedan negar que
obviamente los Estados Unidos están perdiendo en Irak la guerra de
la posguerra. El papel de una resistencia a la ocupación por tropas
extranjeras cuya agresividad es evidente que se infravaloró, unido
a las desavenencias internas que se empiezan a advertir entre los
dirigentes de Washington con respecto a la estrategia a seguir,
están conduciendo la situación a un punto crítico. Ni las fuerzas
de ocupación garantizan el orden necesario para la reconstrucción
del país, ni el Consejo Provisional de Gobierno de Irak da muestras
de la eficacia que en un momento se le supuso.
El error de cálculo parece haber inspirado toda la actuación
estadounidense. Una guerra a la que se acusó desde muchos sectores
de ilegal e injusta se ha revelado también como una guerra
desastrosamente planificada. ¿Cómo pudo afirmarse alegremente en su
momento, semanas después del fin oficial de las hostilidades, que
en un plazo de seis meses Irak contaría con una Constitución? Era
casi matemáticamente imposible que un país dividido, devastado por
las guerras, y castigado por décadas de dictadura, pudiera darse a
sí mismo un texto por el que regir la convivencia.
Por el contrario, lo natural era que lamentablemente se
produjera una radicalización de las posturas, un aumento de la
tensión social y un clima de caos. Pero nadie en Washington parece
que hubiera pensado en ello. Las consecuencias de tamaña
imprevisión están recayendo ahora sobre los responsables de la
misma. Y lo que es mucho más grave, sobre una desmoralizada
población iraquí incapaz de atisbar la salida de este túnel de
violencia e insensatez. Mientras, la guerra de la posguerra
continúa.
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