El polvorín iraquí continúa con el reguero de víctimas, civiles y militares, entre la población nativa y las tropas de ocupación, desde que finalizara la contienda. No hay un solo día en el que no se registre un muerto, ya sea en Bagdad, en Tikrit o, con menor frecuencia, en Basora. El último de los atentados se cebó con los carabinieri italianos destacados en el país. En este contexto de violencia que no cesa, el administrador civil norteamericano, Paul Bremer, fue llamado por la Casa Blanca con el objeto de modificar sustancialmente la estrategia norteamericana. Si hasta el presente las autoridades de EEUU se habían mostrado reacias a iniciar un calendario para el traspaso del poder a un Gobierno iraquí de forma más o menos rápida, ahora las instrucciones de George W. Bush van encaminadas a que los iraquíes vayan asumiendo mayores cotas de poder y un mayor control.

Fundamentalmente este sustancial cambio de actitud obedece, sin lugar a dudas, a la ineficacia de continuar por el camino emprendido una vez finalizada la guerra. A estas alturas, son muchos los que apuntan que las tropas de ocupación deben dejar su lugar a otro tipo de fuerza que garantice el orden, pero que, a su vez, no sea vista como invasora.

Es cierto que no se puede dejar el país sumido en el caos y por eso es evidente que los ejércitos de los diferentes países allí destacados no deben abandonar sin que se produzca una mejoría sensible en las condiciones de seguridad y de orden público. Pero sería enormemente positivo que esto se hiciera bajo la tutela de Naciones Unidas y con un papel cada vez menos preponderante de EEUU. Sólo de este modo parece posible alcanzar una normalización y una pacificación absoluta de Irak.