El ya comentado acuerdo logrado en el marco de la Organización Mundial de Comercio (OMC) que permitirá a los países pobres importar medicamentos genéricos -es decir, sin pagar patentes a las multinacionales farmacéuticas- a fin de hacer frente a las grandes epidemias, fundamentalmente el sida, está ya siendo objeto de matizaciones tras los primeros momentos de euforia. Las de mayor alcance han llegado desde la Organización Mundial de la Salud (OMS). Se admite que el acuerdo constituye un gran paso adelante, pero que la eficacia del mismo dependerá de muchos factores, en especial de cómo se aplique y desarrolle en los distintos países.

Epidemias, mortalidad, malas condiciones sanitarias, son conceptos que de manera casi instantánea se relacionan hoy con el continente africano. Allí, obviamente, no tiene un gran sentido inundar de fármacos a la población -aunque sean a menor precio- sin haber resuelto una serie de problemas infraestructurales. En Àfrica se carece de recursos sanitarios, de personal médico y asistencial, de acceso a una imprescindible educación al respecto.

Y en este sentido, cualquiera entiende que no tiene mucha lógica atiborrar de fármacos los botiquines de unos hospitales que no disponen muchas veces ni de camas y en los que los escasos profesionales trabajan en condiciones precarias. Y todo ello por no hablar de los problemas de distribución de los medicamentos a los que se ha de hacer frente en los países más pobres.

Bien está que, por una vez, se haya forzado a la industria farmacéutica de los países ricos a aceptar criterios humanitarios, pero ello por sí solo no basta. Hacen falta inversiones importantes en equipamiento sanitario, en investigación, en educación, a la vez que se precisan controles rigurosos -muchas veces sobre los propios gobiernos- que impidan la creación de mercados negros y de todo tipo de especulación sobre algo de una importancia tan vital como es el medicamento.