Desde los primeros compases de su mandato, el presidente Bush
dejó bien sentado que la protección del medio ambiente no figuraba
precisamente entre sus prioridades. Su rechazo a suscribir el
Protocolo de Kioto -especialmente significativo si se tiene en
cuenta que USA es el país más contaminante del planeta-, antecedió
a un aberrante proyecto, afortunadamente abortado, de explotación
de yacimientos petrolíferos en el parque nacional ártico de Alaska,
y en la costa californiana. Con el paso del tiempo, el Gobierno
norteamericano ha ido perseverando en su escaso respeto a la
legislación medioambiental, especialmente cuando cualquier medida
proteccionista ha entrado en colisión con los intereses de la gran
industria.
Consecuentemente, a nadie puede sorprender que ahora llegue
desde la Casa Blanca un proyecto de orden administrativa que
permitirá a las grandes compañías aumentar sus emisiones
contaminantes. La orden dejaría sin efecto una ley aprobada en 1977
que obligaba a instalar sistemas contra la contaminación ambiental
en las factorías que se ampliaran o modernizaran. Bush ha optado
por dejar un margen amplísimo a la industria, en el sentido de que
estarían exentas de instalar sistemas anticontaminantes las plantas
industriales que acometan una reforma cuyo coste no supere el 20%
del valor total de las mismas. Dicho de otra forma, las leyes
proteccionistas en vigor quedarían prácticamente en papel mojado,
suponiendo una apabullante «victoria» para las grandes compañías
eléctricas, petroleras y, en general, para el conjunto de la
industria pesada. Reconocido que la mencionada orden no debe seguir
un trámite parlamentario, la única forma de evitar su aprobación es
la acción judicial, campo en el que ya se han dado algunos pasos.
Es de esperar que la oposición al proyecto de Bush prospere y que
se frustre una política que parece encaminada a ennegrecer el aire
americano y por extensión, el de todos.
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