A George W. Bush le queda un año antes de someterse a las urnas
-que le fueron bastante esquivas en la última ocasión, todo hay que
decirlo- y cada movimiento que haga hasta entonces será analizado
por sus compatriotas con lupa. Por eso el líder estadounidense
acaba de declarar un fin de la guerra sin declararlo del todo,
utilizando un recurso semántico ciertamente complicado para afirmar
que han terminado los combates en Irak, sin citar la guerra, porque
de haberlo hecho habría tenido que someterse a los dictados de la
Convención de Ginebra, que regula las reglas del juego bélico,
liberando a los prisioneros y, lo que es más importante,
abandonando la caza y captura de los antiguos dirigentes del
régimen iraquí.
Lejos de tomar este tipo de decisiones, se dice que la presencia
militar norteamericana en el país va a duplicarse, ante las
complicaciones surgidas con los chiítas y la falta de
seguridad.
Pero seguramente, como ya le ocurrió a su padre hace doce años,
estos meses que se avecinan tendrá Bush que centrarse en otros
asuntos más domésticos. Y para los ciudadanos norteamericanos, como
para los del resto del mundo, la primera preocupación es la
economía. Un ámbito que no acaba de despegar en el país más
poderoso de la Tierra y que seguramente arrastrará mayores
problemas si Washington tiene que acarrear casi en solitario con
los costes de reconstrucción de Irak después de haberlo
destrozado.
Así las cosas, el espectacular montaje propagandístico
organizado a bordo del portaaviones «Abraham Lincoln», adonde llegó
vestido al estilo de «Top Gun», será pronto olvidado por una
opinión pública realmente preocupada por ese seis por ciento de
paro que azota a una nación acostumbrada al pleno empleo.
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