Probablemente sólo los altos cargos del Gobierno norteamericano saben hasta qué punto tienen razón cuando afirman estos días que la guerra aún no ha terminado. Una actitud que contrasta con la de una mayoría que, tanto en Oriente como en Occidente, ha respirado algo más tranquila ante el previsible fin de las hostilidades. Y es que realmente, y por desgracia para todos, la guerra no ha acabado. Y no sólo en Irak, en donde aún las tropas anglonorteamericanas combaten a determinados focos de resistencia.

No, el problema es mayor. A las reticencias turcas ante la posibilidad de que los kurdos se enseñoreen del Kurdistán iraquí, a la actitud de un Irán que ha manifestado su rechazo a una «administración» norteamericana de Irak, y al efecto de provocación que para el mundo árabe ha supuesto la invasión de este país, hay que añadir como factor que puede conducir a un nuevo conflicto la reacción que pueda tener un país como Siria, incluido desde el principio en el conocido «eje del mal». El contencioso entre Damasco y Washington viene de antiguo. Arrancaría con la intervención siria en Líbano y su constante apoyo a la guerrilla de Hizbulá y ello por no hablar del ataque suicida que en 1982 acabó en Beirut con la vida de 241 marines norteamericanos.

En tales circunstancias, no resulta descabellado pensar que unos Estados Unidos ya en plena aventura militar presiguieran algún ajuste de cuentas. Por otra parte, hay que tener presente que la nueva y forzada vecindad entre un Irak gobernado transitoriamente por los norteamericanos y Siria puede contribuir muy posiblemente a aumentar las fricciones. Damasco mantiene excelentes relaciones con Rusia, China y países importantes de la Unión Europea, como Francia, por lo que desde Washington deberían intentar soluciones diplomáticas a sus problemas con el régimen sirio, en lugar de forzar continuos enfrentamientos que a la larga pueden llegar a poner de relieve que, en efecto, la guerra no ha terminado.