El plazo se acaba. Ya lo expresó claramente el presidente de Estados Unidos, George Bush, que cuando se trata de la seguridad de su país, no necesita el permiso de nadie. Se refería, claro, a esa segunda resolución que autorizaría el uso de la fuerza contra Irak y que está costando llevar a buen puerto. De momento sólo cuatro países la avalan -España entre ellos-, seis la rechazan -tres de ellos con derecho a veto en el Consejo de Seguridad de la ONU- y otro grupo se halla indeciso, probablemente, como ocurre siempre en política y diplomacia, a la espera de obtener algún beneficio en la negociación.

Mientras, las horas van pasando y se acercan a pasos agigantados a esa fecha límite -16 o 17 de marzo- establecida por Washington, Londres y Madrid como ultimátum para iniciar esa guerra anunciada. No en vano hay ya desplegados en la zona 250.000 hombres bien pertrechados para la contienda y parece poco probable que, en un momento dado, vayan a dar media vuelta y regresar a casa.

Y en parte todo este despliegue tiene su razón de ser. De hecho, es sólo ahora que empieza a verle las orejas al lobo, cuando Sadam Husein ha dado tímidas muestras de cooperación con los inspectores de la ONU. Una colaboración insuficiente que los aliados de Estados Unidos quieren forzar dando un plazo brevísimo de diez días antes de lanzarse a la opción bélica.

La suerte parece echada. Quizá ahora tengamos que empezar a preocuparnos por las consecuencias de esa guerra que desde Washington anuncian breve y contundente, probablemente para decantar a la opinión pública a su favor. Las amenazas terroristas islámicas no se harán esperar y algunos hablan ya de que sobre nuestro país pende el horror a un ataque biológico.