En lo dialéctico, la estrategia norteamericana relativa a la guerra que se avecina se basa en dos pilares: que su intervención en Irak no es sino una extensión de la campaña general contra el terrorismo, y que su victoria en el conflicto traerá la paz a Oriente Próximo y la democracia al país de Sadam Hussein. Independientemente de la sinceridad, cualquiera tiene derecho a pensar que lo que en realidad quieren los Estados Unidos es dominar en la zona y hacerse con sus inmensos recursos, o bien de la falsedad de los argumentos de la Casa Blanca, cabe también establecer serias dudas con respecto a los resultados. Por un lado, cuesta creer que, por ejemplo, un ataque a Irak reduzca la tirantez entre israelís y palestinos, ya que la prepotencia occidental y el peso de Israel en la política norteamericana son susceptibles de irritar a los gobiernos de ciertos países árabes de la región. Ello por no hablar de las consecuencias que podría traer la actitud de un Sadam atacando a la desesperada a países vecinos -Turquía, sin ir más lejos- en el momento en que lo vea todo perdido. La radicalización de las posturas que en el mundo árabe puede suponer el ataque a Irak tampoco parece que vaya a contribuir mucho a acabar con el terrorismo. Antes al contrario, a lo que sí puede contribuir es a generalizar la indignación contra un mundo occidental agresivo y consecuentemente a darle la correspondiente respuesta igualmente violenta. Y, finalmente, en lo que concierne a establecer la democracia en Irak, no parece tampoco que vaya a ser una tarea fácil. Para empezar, el empeño norteamericano habrá partido de un mal principio: la agresión y la sangre que ésta determina. Y una democracia «impuesta» en un país que no cuenta precisamente con una gran tradición democrática, raramente es viable. Lo que en conjunto nos lleva a pensar que lo más indeseable que tiene esta guerra es que, muy difícilmente, tras ella vendrá la paz.