Muchas veces los grandes datos macroeconómicos reflejan
situaciones tremendas que quedan desdibujadas detrás de las cifras,
los números, la fría estadística. Por eso la publicación, en días
pasados, de la foto de un niño de diez años a punto de morir de
hambre en Argentina ha producido un efecto mucho más contundente y
directo que todos los números económicos, por más extremos que
sean.
Sólo la imagen física, real, tangible, de los efectos que esa
crisis que bancos, inversores y grandes empresas tanto lamentan ha
sido capaz de hacernos entender desde aquí, al otro lado del
océano, cuál es la verdadera situación que vive el país
austral.
Si bien entre los expertos se advierten ya signos tímidamente
esperanzadores en la economía argentina, la realidad muestra ahora
su cara más dramática, tras cuatro años de recesión que han dejado
a la mayoría de los hogares en quiebra.
Es pues el momento de dar un respiro a un país que ya lo ha dado
todo. Si las instituciones internacionales consiguen por fin llegar
a un acuerdo para aliviar la situación financiera del país, ya se
habrá dado el primer paso.
Pero queda la parte humana que, a la postre, es la que refleja
la grandeza de un país y de sus instituciones. Y ahí es donde
nosotros y nuestras autoridades tienen algo que decir. Si España ha
sido tradicionalmente aliado de Argentina, es ahora cuando debe
demostrarse. No basta con poner a salvo las inversiones fallidas,
los intereses de las grandes firmas y los planes para ganar dinero
a espuertas en el país americano. Es el momento de invertir, pero
en términos humanos, con ayudas a fondo perdido, con un verdadero
derroche de solidaridad y de justicia.
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