Para el ciudadano occidental no resulta hoy difícil el relacionar de una u otra forma la idea del mundo árabe con el concepto de conflicto. Se trata muchas veces de un hábito "un mal hábito" inducido por la falta de información, o la manipulada información que desde las cancillerías de las principales naciones occidentales se divulga al presentar inevitablemente a los árabes como enemigos potenciales. Algo que, obviamente, no es así. Y para tenerlo claro, otras consideraciones culturales y geopolíticas aparte, nada mejor que atender a la situación económica de tan «peligroso» enemigo.

Recientes informes elaborados por el Banco Mundial y el Foro Económico Mundial dejan patente el progresivo empobrecimiento que desde hace décadas se registra en lo que comúnmente entendemos por el mundo árabe. Paradójicamente, en una región "naturalmente en términos amplios y con todos los matices posibles" bajo cuyo suelo se hallan las dos terceras partes de las reservas de petróleo conocidas, el crecimiento económico es desde hace tiempo mínimo, cuando no, nulo. Incluso en los países productores de petróleo se advierte una tendencia negativa, y un Irak sometido al bloqueo por parte de Occidente constituye un claro ejemplo al respecto. Amén de una en muchos casos evidente inestabilidad política, otras razones podrían explicar tan atípico fenómeno. Y entre ellas cabría citar una elevada tasa de natalidad "hoy hablamos de 287 millones de habitantes que podrían pasar a ser 470 en 2025", un déficit infraestructural crónico, un exceso de inversión pública semiinútil en muchos casos, en detrimento de una privada más provechosa, y, en conjunto, una falta de adecuación a los modos industriales modernos.

Puestas así las cosas, queda claro que si Occidente debe temer algo del mundo árabe no es en razón a su poderío económico, sino al grado de desesperación al que han llegado sus habitantes. Factor que, en momentos como los que vivimos, debería ser tenido muy en cuenta.