Aznar ha decidido poner punto y final de forma drástica al
vodevil que Marruecos promovió en el islote de Perejil y lo ha
hecho con éxito, eficacia y rapidez. Una acción militar impecable
que ha merecido el beneplácito de la mayoría de los partidos
parlamentarios. La recién estrenada ministra de Exteriores, Ana
Palacio, y su colega de Defensa, Federico Trillo, manifestaron poco
después el interés del Gobierno en devolver Perejil al status quo
anterior a la invasión marroquí. Una acertada intención, pues
todavía no está claro a quién pertenece el peñasco y lo lógico es
que permanezca tal como estaba, libre de banderas y de presencia
militar.
A partir de ahora comienza la labor "ardua, seguramente" de la
diplomacia que, si hasta hoy no ha sido capaz de entenderse con el
reino alauí, a partir de mañana deberá hacerlo, cueste lo que
cueste. Aunque tampoco conviene bajar la guardia, en vista de los
precedentes. Porque con el vecino del sur quedan flecos pendientes
de importancia que no pueden obviarse ni minimizarse. En realidad,
desde que Mohamed VI alcanzara el trono, las relaciones con España
han ido cayendo en desgracia de forma paulatina.
Si primero falló el tradicional acuerdo pesquero "del que
dependen tantos barcos españoles", luego se produjo la crisis
diplomática a raíz de la retirada del embajador alauí en Madrid sin
explicaciones y finalmente el conflicto se ha agravado con la
ocupación militar de Perejil. Una situación incomprensible que
podría tener relación con el futuro del Sáhara, que este mes está
previsto que se debata en la ONU y en el que Rabat sabe que en
Madrid tiene a uno de sus principales obstáculos para llevar a cabo
su política de hechos consumados.
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