Oriente Próximo se ha convertido en un polvorín que está a punto
de estallar. A las sangrientas actuaciones de los terroristas
suicidas han seguido las acciones de un Ejército israelí empeñado
en alejar de la zona a cualquier testigo que pueda dar fe de cuanto
en la franja de Cisjordania está sucediendo y, muy especialmente,
en Ramala y el cuartel general de Yaser Arafat. El aislamiento de
éste y el empecinamiento del primer ministro hebreo, Ariel Sharon,
han conducido a que los países árabes más moderados estén pensando
en retirar la propuesta de paz saudí e incluso alguno de ellos en
retirar su representación diplomática.
Todo el mundo está pendiente de lo que pueda hacer EE UU, el
principal valedor de Israel, pero por el momento, sólo se ha
limitado a conminar a Arafat a que detenga la oleada de atentados.
Curiosa petición, cuando el líder palestino se encuentra
acorralado, sin agua, sin energía eléctrica y con un más que
probable corte inminente de las líneas telefónicas.
De seguir por este camino, existe el riesgo de que el conflicto
de Oriente Medio se extienda y eso hay que evitarlo a toda costa.
Por el momento, los moderados del Gobierno de Tel Aviv, con Simon
Peres a la cabeza, chocan frontalmente con el primer ministro, que,
a lo largo de su mandato, ha hecho gala de su escasa capacidad para
la negociación y de un deseo más que evidente de enfrentarse de
forma abierta con Arafat, al que desde el principio ha considerado
su enemigo.
Mal pintan las cosas si no se da una mediación internacional
eficaz, pero para ello es preciso que George Bush se implique a
fondo para conseguir sentar de nuevo en una mesa de diálogo a
judíos y palestinos. No actuar en este sentido sería dar carta
blanca a una guerra que hay que detener.
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