La efervescencia electoral vivida estas semanas en Perú y la incertidumbre que planea sobre el país pendiente aún de la segunda vuelta, quizás han determinado que no se prestara suficiente atención a esa acusación contra Fujimori presentada el pasado lunes por el procurador especial que entiende en su caso, y en la que se le imputan delitos de rebelión, asociación para delinquir y fraude al Tesoro Público. Los delitos de rebelión hacen referencia al «autogolpe» perpetrado por el entonces presidente en abril de 1992; el de asociación para delinquir remite a la participación de Fujimori en la creación y desarrollo de la organización criminal de Vladimiro Montesinos; y finalmente el de fraude al Tesoro Público lo convierte en responsable de la maniobra que llevó a cabo para financiar su campaña electoral de abril de 2000. Los cargos son muy graves y, tarde o temprano, Fujimori deberá responder por ellos. Algo que no sólo sería de toda justicia, sino que resultaría "resultará" absolutamente necesario para devolver crédito y respetabilidad a unas instituciones en crisis. La herencia política de un Fujimori aplaudido en su momento por las clases altas peruanas que le celebraban como impulsor de la economía se ha revelado, por otra parte, como un fracaso. El país está en bancarrota. Un 54% de los peruanos son simplemente pobres, al tiempo que la pobreza extrema azota a un 14'8%. En el transcurso de este año, el Gobierno deberá pagar en concepto de intereses de la deuda externa, casi 2.000 millones de dólares, cantidad que obviamente sobrepasa las posibilidades de un país prácticamente «parado» desde la cobarde fuga de Fujimori. Mientras, el pueblo se siente inquieto ante unas Fuerzas Armadas bajo sospecha, debido al hecho de que el Gobierno las involucrara en los turbios manejos de Montesinos. Ésta es la herencia de un hombre que algunos papanatas se empeñan aún en defender. Para bien de Perú, lo que procede es sentarlo cuanto antes en el banquillo.