En unos pocos días la reformada Ley de Extranjería entrará en
vigor y la amenaza de expulsión penderá sobre la cabeza de casi
treinta mil personas llegadas del sur a toda España arriesgando su
vida. Son inmigrantes que no han logrado cumplir los trámites
exigidos por la nueva normativa para conseguir un permiso de
residencia. El asunto es difícil, por más solidarios y éticos que
queramos ponernos a la hora de afrontarlo, pues el tercer mundo,
Àfrica especialmente, se ha convertido ya en un lugar insufrible,
donde no sólo la economía es precaria y la sequía acaba con la
esperanza de millones de agricultores, sino que además los
regímenes totalitarios y las guerras hacen que se vulneren los
derechos humanos más elementales a diario.
Y ahí está el fondo del problema: que no dejarán de venir,
porque sus países de origen no ofrecen nada más que dolor a esas
personas que, recordémoslo, se juegan la vida "incluso mujeres
embarazadas o con bebés en sus brazos" para alcanzar una Europa que
consideran la tierra prometida.
Y de hecho lo es. Aquí hay bienestar, hay derechos, hay leyes y
hay, sobre todo, un futuro. Atrás han quedado los tiempos de
hambre, de miseria, de guerras y persecuciones que hicieron de
todos los países europeos tierra de emigración hacia paraísos
soñados, como Estados Unidos o Latinoamérica. Ahora nos toca a
nosotros abrir los brazos para acoger a gentes nuevas, que vendrán
por un lado a realizar los trabajos que nosotros ya no queremos y,
por otro, a traernos culturas, idiomas, religiones y formas de ver
el mundo distintas y enriquecedoras.
Sin duda hay que poner límites y reglamentar una avalancha de
inmigrantes que nos abruma. Pero no dejemos que la fría estadística
y la burocracia dicten quién se queda y quién se marcha de regreso
al infierno. La solidaridad, la ética y el espíritu humanitario
deben estar, en estos casos, por encima de todo.
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