Una nueva era acaba de abrirse para los casi cien millones de mexicanos después de las elecciones celebradas en verano. Setenta años de priísmo "el PRI ha sido el único partido gobernante desde que triunfó la revolución de Emiliano Zapata y Pancho Villa a principios de siglo" han tocado a su fin con la llegada al poder del derechista Vicente Fox, que ha sabido rodearse de elementos más progresistas en su equipo de Gobierno. Choca en este caso que el cambio se haya puesto precisamente en manos de la derecha, cuando los problemas más acuciantes son los propios de un país en vías de desarrollo: pobreza, sanidad, educación, insalvables distancias entre ricos y pobres... tradicionales ámbitos de actuación de la izquierda. Es toda una retahíla de obstáculos que impiden a México colocarse en el nivel económico y social que le corresponde "no olvidemos que es un gran productor de petróleo" y que serán los que tenga que enfrentar el nuevo Gobierno.

Para empezar, Fox ha sorprendido con un gesto más que simbólico: ha ordenado la retirada del Ejército de las posiciones que ocupaba en Chiapas, para controlar a la guerrilla zapatista, tendiendo una mano al diálogo con los rebeldes. El subcomandante Marcos no ha tardado en responder, afirmando que viajará a la capital para entablar los primeros contactos que permitan alcanzar un acuerdo de paz. La noticia es esperanzadora, sobre todo porque el líder guerrillero impone como condición para el diálogo el reconocimiento de los derechos constitucionales de los indígenas, reiteradamente pisoteados por las autoridades nacionales. Urge, para empezar la ingente tarea de resolver las asignaturas pendientes de México, poner a los indígenas en su lugar. Tengamos en cuenta que hablamos nada menos que de diez millones de personas que son, además, los únicos habitantes oriundos del país.