Cada vez que un gobierno anuncia una reforma educativa todos los sectores implicados se echan a temblar, porque el problema en este país es variado y sus soluciones difíciles: absentismo, fracaso escolar, bajísimo rendimiento detectado en algunos niveles educativos "la mayoría de los escolares tiene dificultades para leer y comprender lo que lee", poca adecuación de los contenidos estudiados con la realidad laboral, etcétera. Un largo serial de hándicaps que alguien debería afrontar con seriedad. O sea, dejando de lado por completo las ideologías.

Porque la experiencia demuestra que el último en ser tenido en cuenta es el alumno, que, a la postre, será el único perjudicado o beneficiado. Tras la LOGSE de los socialistas, el PP quiere una reforma que refuerce asignaturas «de toda la vida», como la historia, la lengua española y las matemáticas, formación en la que «pinchan» demasiados alumnos. Afortunadamente, esta vez no se comete el error que proyectaba Esperanza Aguirre la pasada legislatura, cuando para maximizar la idea de unidad nacional perjudicaba claramente el aprendizaje de las otras lenguas autonómicas "catalán, vasco y gallego.

Uno de los problemas es que ampliar el número de horas lectivas requiere a la vez un aumento de la dotación económica para los centros educativos. Y por otro lado, en Balears cada hora de lengua española añadida debe ir acompañada por otra de catalán, para que un idioma no prime sobre el otro. Es algo que exige la máxima seriedad y también que cualquier idea nueva sea consultada con todas las partes implicadas con la mira puesta única y exclusivamente en una sola: los niños. Algo que, según critican sindicatos y padres, no se ha hecho. Hay que ser escrupulosos con temas como éste: el futuro de nuestra sociedad, nada menos, es lo que está en juego.