El Premio Nobel de la Paz ha recaído este año en el presidente
de Corea del Sur, Kim Dae Jung, por su labor en favor de la
democracia y de los derechos humanos en Asia Oriental. Sin duda, la
Academia Sueca, de la que depende la concesión de los galardones,
habrá valorado el acercamiento a Corea del Norte en un intento de
eliminar definitivamente el último vestigio, ya absurdamente
anacrónico, de la guerra fría. Aunque cabe apuntar que este proceso
es aún incipiente, por lo que algunos analistas consideran que la
concesión del Nobel tal vez haya sido algo prematura.
Y si analizamos la historia del Nobel de la Paz, nos encontramos
con que también fueron merecedores del mismo Yasir Arafat y Simon
Peres por sus esfuerzos en el proceso de pacificación de Oriente
Medio, un proceso roto hace unos días por una increíble escalada de
violencia en la zona, que ha conducido a un clima prebélico. Cabría
preguntarse también en este caso si la concesión fue prematura.
Realmente, debería considerarse como un estímulo para perseverar
en el camino emprendido y así deberían creerlo los galardonados.
Bueno sería que israelíes y palestinos lo recordaran en estos
momentos para poner fin a la crispación y a las muertes.
Y ojalá hubiera muchos más galardonados con este premio, puesto
que ello significaría que en muchos otros rincones del planeta en
los que se desarrollan conflictos armados o en los que se ignoran
los derechos humanos, se habría emprendido la labor precisa para
poner fin a múltiples atrocidades. Por el momento, puede mantenerse
viva la esperanza de cambios en Corea, pero sería deseable que la
paz fuera el escenario habitual de la vida en toda la Tierra.
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