Juan Pablo II proclamó ayer beatos a los papas Pío IX y Juan XXIII, dos personalidades absolutamente contrapuestas. Tanto es así, que, en el caso del primero, se hace difícil entender la decisión del Vaticano, por cuanto Pío IX, que proclamó la infalibilidad papal, fue claramente antisemita, se opuso al racionalismo y al liberalismo y reforzó el planteamiento de una Iglesia dominada por un poder absoluto desde el Concilio Vaticano I. Por contra, Juan XXIII fue el iniciador del Concilio Vaticano II, y en su encíclica «Pacem in terris» defiende las libertades y los derechos sociales y económicos del hombre. Y, además, da muestras de un talante dialogante que nada tiene que ver con las imposiciones de épocas anteriores.

Si la beatificación de Juan XXIII es un justo reconocimiento a la importante labor llevada a cabo por este pontífice en todos los ámbitos y, en especial, en la apertura de la Iglesia católica a la sociedad, la de Pío IX no ha hecho más que reabrir heridas. Prueba de ello son las declaraciones efectuadas desde el Gobierno israelí, que «lamenta profundamente» la decisión vaticana.

Es sorprendente, también, que en una época como la nuestra, marcada por el ecumenismo y el entendimiento entre diferentes confesiones, se beatifique a un hombre que condenó el protestantismo.

Hechos como este ponen de relieve las contradicciones del actual papado y hacen que nos asalte la duda de la capacidad de la jerarquía católica de avanzar con la sociedad. No es posible conciliar la necesaria modernización de la Iglesia con ciertos planteamientos involucionistas. Tal vez sería preciso replantearse por dónde se debe avanzar, poner orden en el desconcierto y evitar crear disensiones dentro y fuera de la misma Iglesia católica para no caer en innecesarios anacronismos.