El anuncio de la puesta en marcha de una moratoria urbanística en las Pitiüses ha provocado una agria reacción en la oposición política y una intensa preocupación en buena parte de la ciudadanía. El Govern ha decidido que sean los consells insulars los que decida cómo atajar el desarrollismo urbanístico que han vivido las islas en los últimos años y estos han iniciado inmediatamente los trámites para definir la norma legislativa que lo materialice. El de Eivissa y Formentera tiene previsto aprobar la moratoria esta misma semana, sin que los ciudadanos sepan, a estas alturas, qué es lo que les espera. Se trata de evitar, con esta premura, movimientos forzados que puedan generar unos derechos a los que haya que hacer frente. Tampoco la oposición conoce qué es lo que va a suceder y ayer mostró con un plante de sus alcaldes su desacuerdo total con la moratoria y la forma en la que se ha gestado.

Que la actividad urbanística que se ha desbocado es algo que, a estas alturas, todo el mundo comparte, y nadie pone en tela de juicio que es lícito y lógico que se trate de racionalizar el crecimiento urbanístico. Defender que Eivissa tiene derecho a crecer de forma ilimitada es condenar a la isla a que dilapide su mejor valor. Prohibirlo supone, a la vez, vulnerar derechos de los que en ella habitan y proyectan desarrollarlos conforme a la ley. Son los dos polos entre los que se debe decidir el punto que ahora se debate, aquel en el que convergen los dos intereses, en mayor o menor proporción. Por eso hay que pedir que el punto que se haya de fijar se decida con un amplio consenso en el que se conozca la intención, las medidas de partida, las propuestas complementarias y, por fin, el documento resultante. Llegar a esto no tiene por qué ser algo traumático, sino un ejemplo de lo que es la democracia.