Mucho antes de que la globalización amenazara al mundo, nuestro pequeño planeta sufría unos problemas de enorme calado y de tal arraigo que nadie ha sido capaz de aportar una solución mínimamente viable que al menos lograra suavizarlos. La ignorancia, la pobreza, los prejuicios, los odios ancestrales entre vecinos, las guerras, las privaciones, la situación de la mujer y de los niños de medio mundo... en fin, sería interminable abarcar lo negativo de esta civilización "entre comillas" que hemos creado. Pero a los políticos les aterra la globalización porque implica una clarísima pérdida de poder en favor de organismos supranacionales de carácter económico. Está claro que la globalización trae consigo problemas nuevos que es preciso plantearse, sobre todo de tipo económico y, por ende, social. Pero ninguno de los países cuyos mandatarios se han reunido en Berlín para tratar el tema es ajeno a problemas de ese tipo, que ya existían mucho antes de la globalización. Resulta casi risible, pues, que jefes de Estado poderosísimos como Bill Clinton o el alemán Gerhard Schroeder se expriman ahora los sesos buscando soluciones a esos problemas, como si fueran nuevos. Y más aún que apunten respuestas como el acceso a Internet. En un mundo plagado de analfabetos, de pobres de solemnidad, de gentes que no tienen agua, ni electricidad ni vehículos, ni siquiera carreteras, el acceso a Internet suena a verdadero chiste. Y de mal gusto, por cierto. Y otro chiste han sido las palabras de Clinton, que subrayó en su intervención que la labor de los gobiernos modernos debe ser buscar el equilibrio entre crecimiento económico y justicia social. Lo dice el presidente de un país tremendamente injusto, racista, dominado por grandísimos grupos de presión y con unas diferencias sociales y económicas brutales. Vivir para ver.