La antaño todopoderosa Rusia acaba de cambiar de dirigente y el
nuevo inquilino del Kremlin, Vladímir Putin, despierta de momento
más recelos que confianza. Antiguo agente del KGB, delfín de
Yeltsin, joven e inflexible, el actual presidente ruso en funciones
ha resumido su proyecto así: «Rusia debe levantarse apoyándose en
la tradición, la historia y la religión». Lo malo es que la
tradición y la historia de este enorme país nos hablan
indefectiblemente de dictadores, miseria, guerras interminables y
un ansia casi enfermiza por la disciplina y el poder.
Hoy esa inmensa nación no presenta mejor cara que diez años
atrás. El salario medio apenas alcanza las diez mil pesetas, más de
la mitad de la población vive por debajo del nivel de
supervivencia, la mafia controla cuarenta mil empresas y más de
quinientos bancos, hay censados diez mil grupos criminales, casi
nadie paga impuestos, la esperanza de vida es de 55 años, más de
dos millones de niños han sido abandonados y dos de cada tres
embarazadas abortan.
Ese es el país que hereda un hombre que ya ha manifestado su
predilección por un Estado fuerte "como el que añoran los
nostálgicos de la antigua URSS" y su intención de regresar al viejo
estatus de gran potencia militar. De ahí que sus primeras medidas
hayan sido la llamada de los reservistas a filas, la implantación
de la enseñanza militar en el bachillerato, las presiones a la
prensa y el control policial del Ejército.
Ante estos hechos, la mayoría de los países le ha felicitado por
su ascenso y le ha pedido que ahonde en la democratización del
país, aunque se percibe cierto temor a la llegada de un Estado
policial a una nación que continúa sosteniendo un importantísimo
arsenal nuclear y que ha demostrado su ciega determinación en un
conflicto como el de Chechenia, que ha dejado 130.000 muertos.
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