La IX Cumbre Iberoamericana ahora en curso "las ocho anteriores resultaron más útiles a la hora de constatar diferencias que a la de servir a un proyecto común para el continente sudamericano" podría acabar siguiendo los derroteros marcados por las que la precedieron. Nada menos que cinco presidentes de otros tantos países no asisten a ella debido a discrepancias con el sistema político cubano y otros dos por un conflicto con España, lo que confiere a esta Cumbre de La Habana una perspectiva realmente singular. En primer lugar, se diría que más que una Cumbre sobre todo aquello que concierne a Iberoamérica, el encuentro se ha planteado previamente como un foro en el que debatir sobre el futuro de Cuba o, cuando más, sobre el presente del castrismo. En pura teoría, una Cumbre de estas características debería atender al análisis de la situación de un continente que mantiene irresueltos una serie de gravísimos problemas en los albores del siglo XXI, a la posibilidad de una integracón latinoamericana auténtica que fuera más allá de la pura palabrería y, en suma, tendría que ser un foro útil al mejor y mayor conocimiento a través de sus dirigentes de la realidad de los necesitados países de habla hispana. Lejos de ello, insistimos, sus prolegómenos delatan una estrategia, presumiblemente procedente de Washington, encaminada a plantear una especie de proceso a Cuba y a su sistema. Un sistema que, pese a todo, está resistiendo no tan sólo a un bloqueo que se prolonga ya por espacio de 40 años, sino al cambiante panorama de una política mundial que hace de la isla caribeña una extraña excepción socialista en este mapa del capitalismo finisecular. Sinceramente hay que pensar que por el bien de toda Iberoamérica convendría que los trabajos de la Cumbre derivaran hacia reflexiones más amplias, menos sectarias y más abiertas a lo que realmente importa. De hacerse así, quizás la evolución del régimen castrista hacia posturas de mayor apertura resultaría más sencilla.