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La llegada al poder de Donald Trump ha agitado la geopolítica mundial. Era algo que los analistas intuían, pero nunca con la actual virulencia. Sus anuncios y gestos -muchos de ellos inaceptables- se suceden y los escenarios cambian en cuestión de horas. Con Joe Biden, el anterior inquilino de la Casa Blanca, el compromiso estadounidense con Kiev era incuestionable, pero Trump ha dado un giro copernicano y, para sorpresa (¿?) de todos, se ha alineado con Vladimir Putin para marginar a Volodímir Zelenski, al que ha llegado a llamar ‘dictador’ porque no convoca elecciones en Ucrania. Es, sin duda, un vuelco inesperado en un intento de la Administración de EEUU por conseguir la paz en Europa, aunque sin el gobierno ucraniano. En cualquier caso, no hay que olvidar que fue Putin el que invadió Ucrania hace ahora tres años en su denominada ‘operación especial’. Y que su intención era llegar a Kiev, aniquilar a Zelenski y los suyos, e instaurar un gobierno títere. Los planes de Moscú se vieron desbaratados por la férrea resistencia de los ucranianos, en parte gracias a la ayuda económica y militar estadounidense, y también al apoyo europeo.


El precio de la paz.

Otro punto a tener en cuenta, al margen del papel secundario de Zelenski, son las condiciones del alto el fuego y los territorios que, casi con seguridad, deberá perder Ucrania para alcanzar un armisticio. Es seguro que Crimea y el estratégico puerto de Sebastopol no serán devueltos nunca a los ucranianos, ni tampoco las ciudades y poblaciones conquistadas en la guerra.

El riesgo de otra invasión.

Kiev solo cuenta con un as en la manga para las inminentes negociaciones de paz: aún tiene en su poder parte de Kursk, un territorio ruso que conquistó este verano. Sea como fuere, la clave es que la paz que se alcance sea duradera. El principal problema es que Trump habrá legitimado una invasión y muchas muertes y eso nunca puede ser bueno para el mundo.