España dió ayer un importante salto en la ampliación de las prestaciones sociales. La aprobación por parte del Gobierno del ingreso mínimo vital pretende ofrecer una garantía de dignidad a cualquier ciudadano, un objetivo que sitúa a nuestro país en el grupo de sociedad más avanzadas. El presupuesto anual es de unos 3.000 millones de euros, cantidad importante de fondos públicos con los que se quiere ayudar a las familias más desfavorecidas. Sin embargo, su puesta en marcha genera importantes interrogantes que deberían quedar despejadas de cara al futuro.
Una gestión cercana.
La coalición que integra el Gobierno progresista que preside Pedro Sánchez trata, desde el primer momento, de rentabilizar la aplicación de la renta mínima vital como un logro de la Administración central que gestiona. Sin embargo, las especiales características de esta prestación –no es incompatible con otras ayudas– debería obligar a la intervención de las comunidades autónomas; verdaderas conocedoras de la situación y necesidades de los eventuales beneficiarios. Apartar las autonomías del control y gestión supone propiciar la existencia de bolsas de fraude y descontrol, circunstancia siempre grave, pero todavía más en unos momentos como los actuales en los que las cuentas públicas tienen comprometido su equilibrio.
Máximo control.
La puesta en marcha de este tipo de subsidios corre el peligro de acabar cronificándose, alejándose de su motivación inicial para convertirse en un foco de picaresca insostenible para las finanzas públicas. El ingreso mínimo vital debería tener una duración prefijada, entre otras razones para no desincentivar la búsqueda de trabajo. Es preciso extremar el control y las exigencias sobre quién recibe y cómo se distribuye el dinero público, aunque sólo sea para evitar la tentación de hacer de su supresión un reclamo electoral.